Autocomplacencia uruguaya: ¿Idiosincracia o mera propaganda?

Uruguay soporta el peso de una glorificación de su ser y su historia que dificulta a ojos vistas el autoconocimiento y todo empuje transformador.

03/06/2021
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«[...] sin lugar a dudas, la capacidad de reacción, la celeridad con que se tomaron las medidas, lo adecuada que fue la respuesta al desafío [...] Esto es un logro del Sistema Nacional Integrado de Salud. […] justamente el eje es la atención a la comunidad y en la comunidad.

Teleconsulta más dispositivos de primer nivel, más una cultura de consulta domiciliaria que había en el país  permitieron esta respuesta desde el primer nivel de atención potenciado por estas herramientas.

No quiero pecar de decir ¡qué bueno el coronavirus!, pero qué bueno porque ahora estamos teniendo mayor accesibilidad a nuestros usuarios y a los sistemas.» [1]

 

Este escupitajo hacia arriba ha caído ahora sobre los índices que maneja la OMS, ubicando al Uruguay entre los más afectados por la pandemia Covid 19 declarada por la OMS. La idealización del país y su realidad sanitaria por parte de OPS,  la Organización Panamericana de la Salud, filial continental de OMS, refleja en cierto modo, una percepción difundida en los medios masivos, en las declaraciones de los principales partidos políticos y resortes institucionales del país. Que tiene fundamentos reales, aunque el sentido de su gloria se ha ido cuestionando con el tiempo y el ascenso de otros seres humanos, no ya solo “los europeos”.

 

Uruguay “blanqueó” prestamente su población. Gracias a lo poco denso de las redes nómades de aborígenes y una mortalidad francamente mayor de la población afro respecto de la europea. Pero esos factores, que diferencian notoriamente la región platense de buena parte del sur americano, no alcanzan para convertir al Uruguay (y a su modo, a la Argentina) en países “de primera”. Ni tampoco a exonerarlos del racismo, tan evidentes en otras sociedades indoafrolatinoamericanas con mayor presencia no-blanca, como Chile, Bolivia o Brasil.

 

Por eso una descripción como la que aparece en el “relato” de OPS no es sino la contracara patética de la realidad, es decir lo opuesto de lo que vive en general la población en su vida cotidiana.  Cualquiera que no tenga privilegios, ya sea de contactos o de medios materiales, sabe lo que cuesta conseguir una atención que no sea sucinta y telefónica, las miserables amansadoras para conseguir un turno, una consulta, una atención, en tiempos normales, ahora todo agravado con la pandemia.

 

Volvemos a lo mismo: no es que falsee radicalmente la situación. Dentro del área de la OPS es posible que Uruguay se destaque por mayor y mejor nivel de atención domiciliaria, por ejemplo. Pero es triste conformarse con esa comparación en un continente donde el nivel sanitario es paupérrimo a causa de la condición tan generalizada de economías tributarias a un sistema económico ajeno que les extrae los bienes que necesita y les deja sobrantes a la economía local. Siempre escasos.

 

Y lo peor, es que ese culto hacia sí, este cultivo de la suficiencia no sólo es tramposo y se desplaza hacia la falsedad con extraordinaria celeridad, sino que opera como freno para mejorar; para querer mejorar. Acrecienta la dificultad para enfrentar el deterioro progresivo generado por la condición periférica. El principal freno a un cambio, a una meta nueva, es considerar que no se la necesita.

 

Uruguay soporta el peso de una glorificación de su ser y su historia que dificulta a ojos vistas el autoconocimiento y todo empuje transformador.  Si fuera cierto que estamos en el mejor de los mundos, sería inaceptable y hasta inconveniente toda necesidad o intento de cambio. Pero estamos lejos de eso.

Más bien al contrario; a medida que nos hemos ido periferizando y alejándonos de un potencial cauce propio, ha brotado con más fuerza la imagen de perfección, ya no sólo su perfectibilidad, se nos ocurre que como compensación simbólica de nuestra realidad. Si algo hemos desarrollado en el país es su dependencia.

 

Cuando la colonización inglesa –heredera de la española a través de un proceso independentista heterónomo–, empieza a retroceder y a retirarse, exhausta –no por la resistencia que le impusieran desde la periferia, sino por el desgaste de la 2GM– se trasladó el eje imperial dentro de Occidente, del Reino Unido a Estados Unidos.

 

Nuestro país no supo aprovechar la retirada de “los ingleses”. Gananciosa con los productos del país bien cotizados durante la guerra, nuestra elite no tuvo ojos sino para ver sus ganancias, y el paisito entró en una época de vacas gordas y derroche.

 

Durante los ‘40 y hasta fines de los ’50, hubo legislación para importar por decreto autos baratos –los tristemente famosos colachatas–, que terminaron desvencijándose porque las carreteras no habían acompañado, en su construcción y diseño, esas derrochonas modernidades madeinUSA. Se generó con las divisas de exportación una “fiesta del importado” (que implica un proceso de modernización no elegido sino asumido como único y necesario).

 

El país, apoyado en las mieles de los ingresos altos no resolvió, ni siquiera se planteó qué hacer con el tendido ferroviario que los ingleses habían construido diseñando una red como una mano para que a través de todos sus “dedos” confluyeran vías al puerto de Montevideo, para llevarse desde allí, la lana, la carne, el cuero que tanto necesitaban. Terminada la 2GM, los ingleses prácticamente la abandonaron. Como el gas. Y como el agua corriente.[2]

 

Si no pasó lo mismo con la luz fue porque el estatismo batllista había tomado la posta de un servicio tan imprescindible (la primera red eléctrica nacional se inicia en 1906, primera presidencia de Batlle y Ordóñez).

 

El país procesó el cambio de “amo” orquestado por el batllismo que, proclamando un anticolonialismo británico en rigor se acompasó a la ya vieja política de Monroe (“América para los americanos”, donde sobra la o de la última palabra). Por eso, en lugar de resolver qué hacer con la vieja red ferroviaria, sencillamente se la abandonó al tenor del nuevo medio de transporte motorizado por EE.UU., –los camiones y los autos en rutas–, hasta que, pasadas las décadas, no se pudo sino ir cerrando uno a uno todos los circuitos, llevar al museo, en la medida de lo posible, locomotoras y vagones (o venderlos incluso como viviendas, que se ven en varios puntos del país, generando los típicos “negocios” residuales de las sociedades periféricas).

 

Los ciclos ganaderos otorgaron al país un papel a veces protagónico, como con el enfriamiento e industrialización de los productos cárnicos en la Liebig’s alemana de Fray Bentos (desde la década del ’70, siglo XIX hasta la 1GM, entonces ya dominados tales procesos industriales por los ingleses, ganadores de esa guerra). Con el tiempo, la producción cárnica uruguaya se fue primarizando, con los frigoríficos ingleses y estadounidenses  en Montevideo (Cerro), primera mitad del s XX).

 

En los ’60, con el auge agrícola simultáneo de lo biológico (híbridos) y lo químico (futura contaminación), bautizado Revolución Verde, Uruguay entrará de lleno en la órbita estadounidense, cumpliendo el sueño neocolonial del batllismo (que denominaba dicho proceso panamericanismo, que seguramente suena mejor que dependentismo).

Y en los ’70, un nuevo ciclo económico general, bautizado globalización aunque con buen tino Frei Betto lo rebautiza globocolonización, nos “incluye” más periféricamente, si cabe con cambios sustanciales en nuestra economía adaptándose a “las necesidades del mundo” (en rigor, de la red transnacional de consorcios): el mar uruguayo, por ejemplo, ya perdido todo afán de forjar una marina propia, es cada vez más sitio de saqueo de barcos chinos, taiwaneses, coreanos, españoles y de otras nacionalidades. El puerto de Montevideo cumple ante esa virtual invasión el triste papel de monos sabios, que no ven ni oyen ni siquiera musitan.

 

Pero el mar es apenas una de las zonas de despojo. Uruguay ha sido visualizado junto con Chile, Mozambique y Filipinas como propicio para plantar y cosechar árboles para producir celulosa, la base actual de la producción papelera. Uruguay por su escasa superficie relativa es, por lejos, el más perjudicado de esos “candidatos”. Las condiciones para los implantes globocolonizadores son totalmente lesivas para nuestro ambiente, nuestro hábitat, nuestra población.

 

Hasta ingenieros agrónomos, profesionalmente vinculados a la industria forestal, admiten la deficiencia estructural del destino celulósico, advirtiendo contra “un progreso industrial exclusivamente pulpero” y “que no es posible seguir [sic] apoyando un proyecto pulpero ¡desmadrado’, no sostenible.”

 

Confróntese con “la información” de un vocero celulósico,[3] que nos chamuya “la celulosa se perfila como el principal producto de exportación del Uruguay”, en donde la exaltación de una irrealidad, como dicha exportación, nos da la pauta del sesgo.

Mojones de una nueva dependencia, de un nuevo empobrecimiento, tienen una profundidad sin precedentes, porque el sistema de depredación planetario no hace sino acentuarse, arrasando economías periféricas, como la nuestra.

 

Pensemos, siquiera por un instante, en la contaminación. Que escarnece la engañosa consigna “Uruguay natural”, cuando hacemos una escasa y tardía resistencia a la expansión de los plásticos, cuando apenas si recuperamos materia orgánica (que sirva para producir alimentos, por ejemplo, no sólo vegetación decorativa), cuando el país apenas hace separación de residuos, cuando nuestras aguas están totalmente invadidas por plásticos y microplásticos (los mismos, desmenuzados por la erosión).

Tenemos tierras cada vez más envenenadas y la consiguiente escasez, también creciente de agua potable, una tolerancia digna de mejor causa con agrotóxicos, ya prohibidos en muchos otros países del mundo.

 

Pero también pensemos en ficciones económico-financieras, como la pretensión de juzgar como exportación uruguaya lo que se procesa desde zonas francas, instaladas en territorio uruguayo, extra-territorializado. Tengamos presente que el capital transnacional, hace ya décadas, concluyó que se adaptaba a su conveniencia la reinstalación de lo que en los albores de la expansión imperial se llamaban “economías de enclave”. Mediante una nueva designación; “zonas francas” hicieron realidad ese sueño del gran capital. Eso significa que, si Uruguay exporta a una zona franca, no recibe ni un peso de impuestos, por ejemplo, porque la zona franca está exonerada de las leyes del país en que se asienta. ¿Para qué sirve entonces incluir esos trasiegos de mercancía como exportación si no rinde lo que rinde una exportación?

 

Basta ver el crecimiento de nuestra deuda externa (mejor sería denominarla eterna), así como el aumento de nuestra población llamada “informal”; de asentamientos, con trabajos precarios (desocupada o subocupada), la disminución permanente, ininterrumpida de nuestra población rural (que para algunos expresa modernización, urbanización, pero es solo un adueñamiento de la tierra, nuestro territorio, por capitales de explotación agroindustrial y consiguiente contaminación); el nivel cada vez más asfixiante de las tarifas de los servicios básicos; la crisis cada vez más profunda y extendida de un recurso que fue gloria de nuestro país; el agua, todos ellos índice de un lento deterioro de nuestra calidad de vida.

Pero luego de esta sucinta recorrida por nuestras deficiencias y retrocesos, ¿cómo puede uno sentirse satisfecho con nuestra democracia supuestamente de primera calidad?

 

[2]  Durante un siglo aproximadamente “los ingleses” administraron agua y ferrocarriles. Aunque se trató de servicios no iniciados por los colonialistas sino mediante proyectos de gestión nacional, que, empero, al cabo de algunos años fueron adquiridos por inversores de Su Majestad británica (el agua fue “inglesa” de 1862 a 1950; y época análoga hubo para los trenes).

 

https://www.alainet.org/es/articulo/212505
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