Libertad a los presos políticos del 18 de octubre
- Opinión
Es válido afirmar que el significado profundo del estallido social del 18 de octubre de 2019 radica en el cuestionamiento a las raíces del neoliberalismo, expresado en la descrédito del rol subsidiario del Estado y de la dirigencia política. En primera instancia, se ha pedido la renuncia del Presidente de la República y el establecimiento de la soberanía del pueblo mediante una Asamblea Constituyente para dar paso a una nueva Constitución. Parecieran ser estos los planteamientos de fondo, porque el pacto de fines de la dictadura de Pinochet entre la Concertación de Partidos por la Democracia, las FFAA y el gran empresariado, bajo la tutela de USA, fue una traición que ha quedado afincada en la memoria histórica de los sectores populares.
El 18 de octubre ha sido una explosión de las movilizaciones permanentes desde 1990. En ella no ha habido actos ilícitos, ni organizaciones armadas, ni acciones político-militares. Sólo se ha pedido justicia que, ya varios siglos antes de Cristo era definida como la igualdad, “pues la injusticia es una desigualdad. Por ejemplo, cuando los hombres reparten las cosas de manera que se quedan ellos mismos con la parte mayor de los bienes y la parte menor de las cosas malas, hay ahí una desigualdad y decimos que se ha cometido y padecido una injusticia social. Por consiguiente, ya que la injusticia se funda en unas condiciones de desigualdad, la justicia existirá, evidentemente, cuando nuestro trato mutuo tenga lugar en una igualdad de condiciones” (1).
No obstante, tras el 18 de octubre se calcula que, aproximadamente, hay más de 2.500 presos políticos acusados de porte de artefactos explosivos. En la mayoría de los casos, dicha acusación no está comprobada. No obstante, por ella arriesgan una pena de entre tres a diez años de condena efectiva, sin derecho a beneficios. Se suman más de cien menores presos en recintos del Servicio Nacional de Menores (SENAME), de historial conocido, a lo que se agregan querellas presentadas por el gobierno contra escolares que son dirigentes de ACES, acusados de haber llamado a manifestaciones en relación a la Prueba de Selección Universitaria (PSU). Se cuentan alrededor de cuatrocientas personas cuyos ojos han sido mutilados por ataques directos de parte de Carabineros. Y treinta personas muertas a consecuencia de la represión policial. Por su parte, el gobierno ha afirmado que las personas que se encuentran en prisión y que han recibido golpes, balines, gases lacrimógenos, chorros de agua tóxicos, insultos, abusos sexuales, violaciones, etc.., “no son presos políticos los que participaron en la revuelta, sino más bien son delincuentes”.
Hay que recordar que el prisionero político es aquel que está privado de libertad a partir de circunstancias de connotación política y es víctima de ausencia de garantías propias del Estado de Derecho. En otros términos, es la persona encarcelada por sus convicciones y actividades de tipo político, transgrediéndose así la libertad de pensamiento, de expresión y de acción. Ello, porque generalmente los Estados represivos condenan las ideas que son interpretadas como formas de violencia. Si se ha usado la violencia o se ha abogado por ella, se debe exigir un juicio justo. Generalmente, los Estados represivos interpretan las ideas y los desórdenes callejeros como actos de violencia. Es lo que en forma reiterada acontece en Chile.
Existe una diferencia con el preso de conciencia, que es la persona privada de libertad por su pensamiento filosófico, su ideología política, su procedencia étnica, sus valores
éticos, su tendencia sexual, creencia religiosa, origen nacional o social, u otras circunstancias, y no ha utilizado la violencia ni ha abogado por ella. En este caso, los organismos de derechos humanos exigen su inmediata libertad.
En el caso de los presos políticos del 18 de octubre se ha instaurado una injusticia porque se les está excluyendo como voces políticas legítimas y que gozan de respaldo social, puesto que sus planteamientos buscan la igualdad de condiciones para todos los habitantes del país. Sin embargo, a pesar de ser todos muy jóvenes (las edades máximas son los 24 años), durante las primeras semanas de prisión, de acuerdo a un testimonio de la cárcel Santiago 1, “se les ha mezclado con presos comunes, abusan de ellos, hay tráfico, las condiciones son muy malas. Algunos están en la cárcel de máxima seguridad, en un estado que atenta contra los tratados internacionales, puesto que están recluidos en una celda durante 23 horas y sólo tienen una hora de patio”. Es de público conocimiento que el sistema carcelario es distante de las mínimas condiciones de respeto a los derechos de la persona humana. Se suma a ello la presión ejercida sobre los fiscales y la arbitrariedad del funcionamiento del sistema judicial.
De allí que se haya constituido la Coordinadora por la Libertad de los Prisioneros Políticos 18 de Octubre y que ha ido articulando en su entorno a familiares, amigos, compañeros y organizaciones para apoyar la sobrevivencia de los presos políticos distribuidos en distintas cárceles. La mayoría se encuentra en Santiago, en la Cárcel de Alta Seguridad (CAS), en la Cárcel de San Miguel, en la ex Penitenciaría de Santiago, en los Centros de Internación Provisoria (CIP) del SENAME, en las cárceles de Antofagasta, de Copiapó, de Valparaíso, de Rancagua, de Chillán, de Concepción, de Temuco, de Puerto Montt. El gobierno insiste en desconocer su calidad de presos políticos, aunque, contradictoriamente, las querellas proceden del Ministerio del Interior y se les ha aplicado la Ley de Seguridad Interior del Estado y la Ley Antiterrorista. Ambas implican multiplicación de las penas.
Los tres poderes del Estado, más la prensa monopolizada por el poder económico, se han confabulado para mantener en prisión a un grupo significativo de opositores al sistema imperante, con el claro objetivo de dar tranquilidad al gran empresariado que ha visto cuestionado el neoliberalismo impuesto por la fuerza, como innegablemente explotador.
La injusticia es de tal magnitud, que el juez Urrutia del Séptimo Juzgado de Garantía de Santiago, había cambiado la prisión preventiva de doce acusados de la “Primera Línea” de la Plaza de la Dignidad, para pasarlos a arresto domiciliario. El Ministerio del Interior apeló ante esta medida y el Pleno de la Corte de Apelaciones de Santiago no sólo dejó sin efecto el cambio de medidas cautelares, sino que además suspendió al juez Urrutia y ordenó un sumario administrativo en su contra. Tal descarada arbitrariedad pareciera haber obligado a la jueza Tatiana Escobar a que el 2 de abril revocara la medida de prisión preventiva a doce integrantes de la “Primera Línea”, bajo el argumento de que “era una medida excesiva” frente a la acusación del delito de desórdenes públicos. Para este delito la pena es baja, por lo que la prisión preventiva es desproporcionada tanto para estos doce como para todos los presos del 18 de octubre. Afirmó la jueza que “todos los imputados gozan de irreprochable conducta anterior, lo
que los coloca en el mínimo del tramo y como posibles beneficiarios de una pena sustitutiva ante una eventual condena”.
Frente a la pandemia del Covid-19 y siendo las cárceles un foco de contagio, dados el hacinamiento, las faltas de higiene y de atención de salud, debería ser un elemento más que suficiente para dejar en libertad a los presos políticos y no continuar con “el castigo que es también una manera de procurar una venganza a la vez personal y pública. (…) Su objeto es menos restablecer un equilibrio que poner en juego, hasta su punto extremo, la disimetría entre el súbdito que ha osado violar la ley, y el soberano omnipotente que ejerce su fuerza. (…) Y esta superioridad no es la del derecho, sino la de la fuerza física del soberano cayendo sobre el cuerpo de su adversario y dominándolo” (2).
Simultáneamente a la negativa de la autoridad para dejar en libertad a los presos políticos del 18 de octubre, el gobierno y la derecha política insisten en indultar a los violadores de derechos humanos, argumentando “razones humanitarias”.
Santiago de Chile, 13 de abril de 2020
Notas
- Aristóteles, “Gran Ética”, libro), capítulo 33, Aguilar Ediciones, Madrid, 1967)
- Foucault, Michel, “Vigilar y castigar”. (París, 1975, Trotta, pág. 58).
Fuente: El Ciudadano (Chile)
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