Renegación europea de la crisis humanitaria

La fosa común del Mediterráneo

25/04/2015
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La violencia, miseria y opresión vienen circundando Europa en una espiral creciente. Sus fronteras no están amenazadas militarmente y sin embargo se debaten en una tensa vigilia. No esperan una invasión de guerreros sino de multitudes blandiendo facciones horrorizadas, gesticulando el hambre y la desesperación. Portan en verdad espejos retrovisores que reflejan a los contrariados anfitriones de hoy en un pasado no muy lejano, cuya crudeza especular no se opaca por eventuales diferencias en la pigmentación.

 

Desde el tratado de Westfalia en el siglo XVII, se sucedieron largos, complejos y violentos procesos de transición, hasta que el orden feudal y sus monarquías fueron cediendo hacia la instauración generalizada de los estados-nación, con sus delimitaciones fronterizas y gobiernos. Pero el salto cualitativo no se centra exclusivamente en las trasformaciones institucionales y las demarcaciones lindantes, sino en la emergencia de la figura del ciudadano, sujeto formal de derecho al interior del territorio. Pero el pasaje de lo formal a lo real, aún ceñido al interior de los estados, es más remilgado aún que el sinuoso devenir histórico. En estos días, por caso, ha tomado gran difusión la miríada de crímenes de afrodescendientes desarmados cometidos en los Estados Unidos por policías blancos. No es novedad en aquella nación que cuenta con una larga tradición racista y violenta desde su misma génesis. Sólo que ahora las tecnologías disponibles por la ciudadanía permiten registrar los sucesos, aportando consecuente prueba, cosa antiguamente dificultosa o directamente imposible, para beneficio del silencio y la impunidad. La promesa moderna de libertad, igualdad y fraternidad, dista mucho de concretarse, aún en la acotada esfera de la ciudadanía circunscripta a los límites nacionales. Por fuera, ni siquiera está contemplada, como los muros, aduanas y puestos de guardia lo atestiguan.

 

También los pasaportes. El diario español “La Vanguardia” publicó ayer un ranking basado en la necesidad de visado en diversos países elaborado por la compañía financiera “Arton Capital”, especializada en asesorar a aquellos interesados en obtener nacionalidades alternativas. No resulta nada casual que los pasaportes que abren más puertas, pertenezcan a los países más agresivos, con Estados Unidos e Inglaterra a la cabeza, seguidos por buena parte del resto de los integrantes de la OTAN. En el extremo opuesto, se hallarán aquellos invadidos o saqueados. Si el pasaporte no bastara para establecer permisos o denegarlos, otros signos de distinción lo complementarán.

 

Un par de meses atrás, aterricé en el aeropuerto español de Málaga, procedente de otro país europeo. Al llegar a la cinta transportadora descubrí el faltante de una valija. Antes de reclamar en la compañía aérea, un guardia me sugirió que revisara la cinta correspondiente a otro vuelo. Me señaló otra zona, separada por un grueso vidriado, con doble puerta de seguridad, personal armado, escanners y perros. Bastó mi apariencia y acento porteño para ingresar, tomar la valija allí encontrada y pasar sin exhibir siquiera mi pasaporte, mientras el resto de los pasajeros, presumiblemente magrebíes, eran minuciosamente olfateados, revisados e interrogados. Del mismo modo que el trato en un shopping depende del tipo de tarjeta de crédito, la piel y la procedencia resultan las visas más convincentes en las fronteras de los dominadores. Así lo entendió una de las 3 tarjetas internacionales de mayor aceptación al adoptar la marca “Visa”, tan útil en el shopping como en los controles migratorios, sobre todo si sus tonalidades son doradas o platinadas: como las pieles precisamente.

 

Pero Europa no sólo recibe visitantes con pasaportes depreciados y apariencias devaluadas en vuelos regulares, trenes o cruceros, sino exponentes despojados hasta de despojos y por medios precarios hasta el límite de la más cruda fragilidad. Es que la situación tan sólo en el oriente cercano ha generado ya casi 4 millones de refugiados. Apenas la punta del iceberg que contiene a varios millones más de personas sumergidas que demandan desesperadamente auxilio y protección. De ellos, 1.700 en lo que va del año, buscaron temerariamente cobijo en Europa. No lo hallaron. Yacen hoy en el fondo del Mediterráneo.

 

La razón del incremento actual de los naufragios fatales no hay que buscarlas en mayores facilidades de los fugitivos (ya que, inversamente, son cada vez menores) sino en la indiferencia criminal, en la omisión de asistencia de la comunidad europea. Durante el año pasado, Italia y la Unión Europea desarrollaron el programa “Mare Nostrum”, una operación humanitaria de la marina que logró rescatar a 166.000 personas embarcadas en quebrantables lanchones con destino a sus costas. No logró rescatar a todos quienes se aventuraron a sus aguas, pero logró salvar todas esas vidas. Su sucesor, el más austero programa “Tritón” (que cuenta con la tercera parte de presupuesto) se concentra hoy en patrullar fronteras próximas a tierra firme, dejando el salvamento en alta mar librado a la suerte (y voluntad) de la navegación comercial. Redujo además sus barcos casi al nivel exclusivo de guardacostas. También la cantidad de aviones, helicópteros y personal asignado. No era difícil predecir este luctuoso desenlace actual.

 

Los ministros europeos se muestran consternados frente a las tragedias pero no atinan a mucho más que incrementar algo del presupuesto para “Tritón” y a culpar a la –indudable- inescrupulosidad de los traficantes humanos sugiriendo acciones para capturarlos y destruir sus barcos al modo en que el programa “Atalanta” lo hace con la piratería de alta mar. Ni se les ocurre recordar que desde la II Guerra mundial, el asilo es un derecho humano que debe alentarse y garantizarse, ratificado por la gran mayoría de los países, particularmente por los suyos propios, que padecieron tal guerra. La destrucción de los barcos no soluciona la demanda de resguardo y protección, ni menos aún consagra el derecho de asilo. Por el contrario, hace más ardua y peligrosa la huida de los inmigrantes hacia el viejo continente, incrementa aún más los exorbitantes costos que les imponen los traficantes y profundiza la crisis humanitaria.

 

No es con más cañonazos que lograrán paliar la angustiosa diáspora de cientos de miles que huyen de persecuciones, guerras y miserias, sino ofreciendo alternativas seguras y legales de asilo. O, en otros términos, aislando por precaria e inútil la explotación de la desesperación humana por parte de los traficantes. Instituciones internacionales como la Cruz Roja o el ACNUR, pueden perfectamente ofrecer los salvoconductos prácticos y los medios para ello sin necesidad de hundir nave alguna, siempre que se cuente con voluntad política y se les brinde apoyo.

 

Más allá de las declaraciones de ocasión, la orientación de la Unión Europea está más cerca de las vergüenzas de Lampedusa o Ceuta y Melilla, que del reconocimiento de la magnitud de la crisis humanitaria y de la directa responsabilidad sobre sus causas. La hipocresía no puede llegar al punto tal de omitir que la gran mayoría de los horrorizados inmigrantes llegan desde el este a las costas de Italia, Grecia y Malta procedentes de Irak, Afganistán, Siria, Palestina o Sudán, países sobre los que Europa ha intervenido militarmente a través de la OTAN o de aliados directos, del mismo modo que eritreos y subsaharianos lo hacen hacia las islas ocupadas por España en el norte de África.

 

Más ajustado al pensamiento de -al menos- una nada despreciable fracción de los gobiernos europeos es la reflejada por Katie Hopkins en el popular y sensacionalista diario inglés “The Sun”, quién desde el título mismo de su columna va al grano: “¿Barcos de rescate? Yo usaría barcos de guerra para frenar a los inmigrantes”. Algo coincidente con la conclusión cañonera a la que parecen encaminarse los cancilleres en su próxima reunión de la Unión Europea, como ya aludí líneas arriba, sólo que con la libertad que le otorga su rol de escritora desde el cual puede prescindir del lenguaje elíptico y ambiguo de la diplomacia, exhibiendo sin ambages su más repugnante excrecencia racista. Considera a “este enjambre de inmigrantes y solicitantes de asilo” como “una plaga de humanos salvajes” y “un nuevo tipo de virus” que llenaron algunas ciudades británicas “de sarna”. Sin compasión alguna por las víctimas de una tragedia como la del reciente hundimiento de la barcaza con 750 personas a bordo, les dejó un claro mensaje a sus lectores: “no se equivoquen, estos inmigrantes son como las cucarachas”.

 

Así como la noción de ciudadanía debe someterse a principios de verificación empírica en todas las naciones, incluyendo particularmente a aquellas que la erigieron como fundamento y razón última de sus ordenamientos institucionales, la idea de civilización deberá correr la misma suerte. La llamada “cuna de la civilización” nos adeuda pruebas de su autoproclamada maduración en la etapa actual.

 

No basta con el disimulo de sus malformaciones.

 

Emilio Cafassi

Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/169228
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