Autodeterminación, autonomía y liberalismo

01/02/1998
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La diversidad cultural o étnica ha sido una constante, prácticamente desde que podemos discernir en los mismos umbrales de la historia la conformación de los primeros conglomerados que merecen el nombre de sociedades humanas. Mientras estos conjuntos conservaron sus límites y retuvieron el carácter de sociedades "totales" -no obstante las discretas relaciones que establecían entre sí- la pluralidad de normas, usos, costumbres, símbolos, cosmovisiones y lenguajes que conformaban distintos sistemas culturales no podía convertirse en causa de tensiones o conflictos. Pero una vez que las relaciones se hicieron más estrechas y comenzaron a constituirse sistemas gradualmente más complejos que implicaban la inclusión de varias configuraciones culturales bajo un mismo paraguas político y una misma organización económica, y además se afirmó la organización jerárquica a su interior, la diversidad sería un factor de conflicto y dificultades. Surge de esta manera la otredad sociocultural como problema. Parte importante de la historia humana, por tanto, consiste en los esfuerzos e invenciones sociales para controlar, manejar o, en casos extremos, suprimir la diversidad cultural. Durante el siglo XX, se ha ensayado una diversidad de métodos para neutralizar los antagonismos o desavenencias que provoca. Un hecho parece afirmarse: la diversidad sociocultural o étnica no puede ser suprimida; debemos acostumbrarnos a vivir con ella. La configuración de un sistema mundial, en el que las antiguas sociedades totales devienen células "parciales" de conjuntos mayores, generalizó el problema de la diversidad como fuente de conflictos. La gradual expansión del sistema no hizo si no extender el ámbito del "malestar cultural" y complicar su carácter. La esperanza de que la "mundialización" de las relaciones sociales esfumaría también la diversidad cultural ha demostrado ser, hasta ahora, una vana ilusión. Cuando a fines del siglo XVIII, el sistema de economía-mundo que estaba en operación desde tres siglos atrás encontró en el liberalismo una ideología unificadora, el problema de la diversidad no desapareció, sino que entró en un nuevo y difícil momento. Según Wallerstein, la Revolución Francesa de 1789, marca el ascenso triunfal del liberalismo como basamento filosófico e ideológico del capitalismo mundial. Las revoluciones de 1848 afianzaron la preeminencia del liberalismo frente a las dos ideologías que competían con él: el conservadurismo que venía de la adhesión a la tradición y al mantenimiento del ancien regimen, y el socialismo que apenas entonces se constituirá con rasgos plenamente distintivos en la versión de Marx y Engels. El dominio liberal a lo largo de los dos últimos siglos, lejos de resolver el problema de la diversidad cultural, lo hizo más intrincado y agudo. Fundándose en principios racionalistas y en la preeminencia de la "autonomía personal", los primeros liberales recusaron los valores de la tradición en los que se sustentaban los sistemas culturales y sostuvieron la primacía absoluta del individuo frente a la comunidad. De ahí la hostilidad del liberalismo ante cualquier derecho enarbolado en nombre de la costumbre y la cultura. Los derechos fundamentales sólo podían tener una fuente: la autonomía personal, la individualidad. Es hasta el siglo XX que el liberalismo acepta reconocer un derecho colectivo: el derecho de los pueblos a la libre determinación, en la versión wilsoniana, asociado a la facultad de constituir Estado-naciones. Después de la Segunda Guerra Mundial, como es sabido, este derecho fue la base para el logro de la independencia por parte de los países colonizados, especialmente en Africa, Asia y Latinoamérica. A punto de iniciar el tercer milenio, la discusión en torno a la diversidad, lejos de amainar, ha arreciado. Uno de los puntos centrales del debate internacional se centra en torno a la cuestión de si los grupos étnicos (por ejemplo, los indígenas latinoamericanos) deben ser considerados "pueblos" con derecho a la autodeterminación; y en caso afirmativo, cuál sería el sentido y los límites de tal derecho. Es fácil deducir que la forma en que se dirima este litigio en la comunidad internacional -y a su turno en cada país- tendrá un impacto crucial sobre el destino de los indígenas y otras comunidades étnicas. Ante todo, determinará la manera en que estos grupos ejercerán políticamente sus derechos colectivos, y consecuentemente tendrá una influencia considerable sobre las posibilidades de que los derechos humanos de sus miembros sean respetados y ejercidos plenamente. En suma, está en juego que estos pueblos puedan practicar sus prerrogativas ciudadanas en regímenes mínimamente democráticos; esto es, que puedan acogerse a una ciudadanía diferenciada o "ciudadanía étnica". El programa liberal frente al programa autonomista En los últimos años, la demanda de autonomía ha ocupado un lugar central en el proyecto político planteado por los pueblos indios de Latinoamérica. Los grandes impulsos provienen de dos acontecimientos históricos: del proceso autonómico de la Costa Atlántica nicaragüense y del levantamiento zapatista del 1 de enero de 1994, encabezado por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). La autonomía se propone como el ejercicio concreto del derecho de libre determinación. Al mismo tiempo, en el plano político- ideológico, se levanta un obstáculo formidable para la realización de este derecho. Nos referimos al reforzamiento del pensamiento liberal no pluralista, y su consecuencia inevitable: la negación de la autodeterminación como un atributo de los pueblos indígenas. Ahora bien, habría que advertir que este liberalismo duro, que retorna agresivamente a las viejas tesis de la doctrina, sin concesiones ni "correcciones", forma una sólida unidad con su contrario: el relativismo cultural absoluto, responsable del resurgimiento, a su vez, de esencialismos etnicistas. Liberalismo duro y relativismo absoluto funcionan como las dos caras de la misma medalla. Puede advertirse, en efecto, que ambos enfoques se refuerzan, y cada uno de ellos da pie a las argumentaciones del otro. El reforzamiento mutuo, al mismo tiempo, hace política y socialmente creíbles las respectivas aprensiones y temores. Ciertamente, por ejemplo, carecerían de sentido las advertencias de los liberales criollos contra los "peligros" de la nueva apelación a la comunidad cultural, si no existiesen indicios de planteamientos comunalistas reacios, e incluso adversos, a considerar la cuestión de las garantías individuales y los derechos humanos. Puede documentarse la influencia inversa: el crispamiento liberal es un inductor de inclinaciones que prefiguran las propensiones hacia un fundamentalismo étnico. De ahí que los liberales estén interesados en presentar a su adversario autonomista como un esencialismo etnicista; y que cierto "autonomismo" amarrado a los principios del relativismo absoluto sólo vea liberalismo homogeneizador en cualquier referencia a los derechos humanos e individuales. Cabe adelantar que de la parte indígena, el menos de su sector más representativo, el planteamiento de la cuestión en tales términos es insostenible y arranca de una interpretación sesgada de sus argumentaciones. Como fuere, todo ello dificulta la reflexión racional en torno a la autonomía, e induce posiciones, en parte reactivas, que se refuerzan a partir de evaluaciones equivocadas. Del lado liberal, se consolidan las tendencias que rechazan la pluralidad como fundamento del régimen democrático por construir, y se regresa con más fuerza a los planteamientos integracionistas (a partir del combate al etnicismo, erróneamente identificado con la propuesta de autonomía). Del lado autonomista, se favorecen las inclinaciones a atrincherarse en los valores tradicionales, al tiempo que se erosiona la sustancia nacional de la propuesta de autonomía y, por consiguiente, se la reduce a una salida sólo "para los indios" o los grupos étnicos, que supuestamente puede lograrse sin transformaciones sustanciales del Estado-nación. Así, la propuesta de autonomía como puente, diálogo y búsqueda de acuerdo queda debilitada. El conflicto entre "universalidad" y "particularidad" Veamos, en primer término, algunos problemas que se derivan desde la defensa de la pluralidad. El reconocimiento de derechos socioculturales a través de un régimen autonómico, para sentar las bases de una sociedad plural, suscita incertidumbres respecto a su compatibilidad con los derechos y las garantías individuales, constitucionalmente consagrados en la mayoría de los Estado- naciones contemporáneos, y que también son parte de una tradición cultural fuertemente arraigada en un importante sector de la población. No existiría conflicto alguno si los grupos étnicos planteasen el ejercicio de sus derechos como cristalización política propia, al margen del Estado-nación en que se encuentran incluidos. El conflicto se configura en tanto la autonomía es planteada no fuera, sino en el marco de la nación que, a su vez, es pluricultural en un sentido amplio. Ello obliga a encarar lo que se presenta como una contradicción cultural: la que se da entre la particularidad étnica y la "universalidad". Esto es, la problemática compatibilidad de los derechos étnicos, colocados en el ámbito de la particularidad, por una parte, y los derechos individuales o ciudadanos, planteados en el terreno de la universalidad por la otra. El conflicto se pone de relieve ante un primer indicio: a menudo el contenido de los llamados derechos étnicos y el sistema cultural del que derivan (con su énfasis en lo comunal, el control o la subordinación de la individualidad a los imperativos de los "usos y costumbres", la vigencia de estrictas normas colectivas, por ejemplo) parecen competir tanto con la sensibilidad ética del hombre occidental de finales del siglo XX, como con principios y garantías - internacionalmente sancionados- que se identifican con nociones de libertad, igualdad, derechos humanos, y otras por el estilo. ¿Pueden superarse las limitaciones del particularismo y del universalismo a ultranza? ¿Pueden encontrarse los fundamentos o las premisas básicas de una compatibilidad creativa y democrática? Estos son aspectos de un tema central de la agenda de discusión que no puede postergarse ni evadirse. Los esfuerzos para eludir una confrontación de "valores", basándose en un relativismo mal entendido, constituyen una prudencia excesiva o ingenua que sólo favorece las sospechas de que hay aquí una incompatibilidad insoluble, que se puede cargar a las normas anacrónicas o perniciosas de las comunidades étnicas. En cambio, un debate abierto podría mostrar que existen amplios espacios para el pacto, allí donde sea necesario, y que las posibles desavenencias "civilizatorias" pueden ser resueltas mediante la tolerancia, el diálogo y la comunicación entre culturas. El liberalismo y el regreso del Volksgeist ¿De dónde provienen las bases del conflicto indicado? Como hemos visto, de una doble intransigencia. Esta cobra cuerpo, de un lado, en los inflexibles principios de un liberalismo caduco que no acepta otra racionalidad como base de la organización sociopolítica que no sea aquella que él mismo prescribe. En la versión del liberalismo que podemos llamar dura, se excluye toda consideración cultural en la determinación de la condición ciudadana. Ni tradición ni identidad son fundamentos para constituir la sociedad política, organizada como nación, sino la razón y la adhesión voluntaria, la asociación y el contrato. Del otro lado, encontramos el ascenso de un relativismo absoluto que, so pretexto de reivindicar la particularidad, se aferra a una metafísica de la irreductibilidad o inconmensurabilidad de los sistemas culturales. En este partido, se pone en tela de juicio la pretendida soberanía de la razón y la autonomía de la voluntad; y en contraste, se exalta la preeminencia de la cultura sobre la individualidad. Desde finales del siglo XVIII, la contienda entre estos dos grandes enfoques ha dificultado la armonización entre razón y cultura, entre pensamiento y tradición, entre unidad nacional y pluralidad, entre universalidad y particularidad. Actualmente, su persistencia estorba la transacción sociocultural que implica el régimen de autonomía. Las dos grandes tendencias mantienen su impulso primigenio: el espíritu de las Luces frente al Volksgeist (el espíritu del pueblo); el racionalismo francés frente al romanticismo alemán; Voltaire y sus compañeros del iluminismo, proclamando la fe en los valores universales que brotaban no de la tradición sino de la razón, frente a Herder y su insistencia en la diversidad y en el fundamento étnico de la nación. El hombre universal frente al hombre determinado hasta en los menores detalles o gestos por su cultura. La batalla entre estas dos tradiciones teórico-políticas se extendió con fuerza a tierras americanas, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX. No se trata, desde luego, de una confrontación que se mantiene y resuelve en la esfera de las ideas. Como es común, tratándose de concepciones con gran densidad histórica, el forcejeo provoca consecuencias prácticas de enorme trascendencia. En suma, simplificando al máximo, el racionalismo y sus derivaciones liberales, siempre a disgusto frente a la diversidad y la identidad, son la fuente del etnocentrismo que justifica el colonialismo y el imperialismo de las potencias occidentales, sobre todo a partir del último tercio del siglo XIX. Por su parte, el romanticismo político de cepa alemana impulsa el programa relativista, con su enfático llamado a considerar los valores de cada cultura en su propio contexto; pero al mismo tiempo se convierte, pese al original espíritu pluralista del pensamiento de Herder, en la base de agresivas ideologías nacionalistas y racistas que, entrado el siglo XX, desembocaron trágicamente en la barbarie nazi. En efecto, se pueden discernir dos grandes fases, con resultados distintos para los contendientes. La primera abarca el largo período de constitución de los Estado-naciones, en especial durante el siglo XIX. Este período marca el triunfo prácticamente completo del universalismo racionalista, pues los Estados nacionales no se constituyen a partir del principio cultural preconizado por el romanticismo (cada nación cultural un Estado), sino considerando la nación como un conjunto de individuos o ciudadanos que, independientemente de sus características culturales, se reúnen para fundar el Estado. Esto es, no se impone la "nación cultural", sino la "nación política", cuyos límites no respetan las fronteras étnicas ni las identidades históricamente conformadas. Así ocurrió tanto en Europa como en América Latina. Ello determina que, en consecuencia, la regla no sea la homogeneidad sociocultural de las poblaciones que conforman estas flamantes unidades políticas, sino la heterogeneidad: se trata de naciones políticamente unificadas, pero multiculturales o pluriétnicas, e incluso "multinacionales" si se caracterizaran en términos herderianos. Pero el ente con el que el racionalismo liberal celebra su éxito lleva el germen del conflicto en su propia pluralidad: en el Estado-nación permanece latente el conflicto de la diversidad. El revulsivo unificador provocó irritación en el cuerpo social, pero no sanó la herida de la diferencia. Una nueva fase se inicia después de la Segunda Guerra Mundial. En aparente paradoja, después del holocausto provocado por el racismo nazi, el culturalismo experimenta un ascenso irrefrenable que se prolonga hasta nuestros días. El renacimiento del relativismo, sin embargo, se realiza en nuevos términos; concretamente llevando a cabo una severa expurgación de toda referencia a supuestas determinaciones de la raza. A partir de los años cincuenta los científicos del mundo, convocados por la UNESCO, realizan la sistemática refutación de las tesis racistas. En lo adelante, la diversidad aceptada sólo puede fundarse en lo cultural. No obstante, con ello no terminan los problemas, pues en las experiencias concretas a menudo este encumbramiento del relativismo cultural implica una confrontación con la razón y el pensamiento, y una recusación de cualquier valor universal que pretenda sustentar derechos de los individuos fundados por fuera de la colectividad cultural. Hoy día, el malestar cultural tiene otro carácter: son cada vez menos los que desenfundan su revólver cuando escuchan la palabra cultura. "Pero -como indica Finkielkraut- cada vez son más numerosos los que desenfundan su cultura cuando oyen la palabra "pensamiento". El primer peligro que nos revela Finkielkraut es que, a semejanza de como terminó haciéndolo la filosofía de la descolonización en el entonces llamado Tercer Mundo, en la regiones en donde existen grupos étnicos combatamos "los errores del etnocentrismo con las armas del Volksgeist", colocando la individualidad -como lo hizo Frantz Fanon- "en la primera fila de los valores enemigos". Se trata de un punto clave, porque hay la sospecha fundada de que una "nación cuya vocación primera consiste en aniquilar la individualidad de sus ciudadanos no puede desembocar en un Estado de derecho". Para entender su relevancia para la discusión de la problemática indígena, bastaría sustituir en el anterior enunciado la palabra nación por "comunidad", ciudadanos por "miembros" y Estado de derecho por "conglomerado tolerante". Con la impugnación de cualquier valor que no proceda si no de la propia cultura particular, con el desprecio hacia los derechos de los individuos que transcienden la férrea determinación de la sagrada tradición, no se deja terreno para buscar la armonización entre lo "particular" y lo "universal". El relativismo absoluto así alimentado es un obstáculo infranqueable para construir soluciones autonómicas, pues la conexión posible entre las culturas que componen el tejido nacional, la posibilidad de la comunicación y el entendimiento intercultural, quedan terminantemente impedidos. El primer riesgo es, entonces, que la realización política de la diversidad se manifieste como atrincheramiento de las identidades e incluso como hostilidad entre culturas. La postulada inconmensurabilidad cultural, se concretaría en irreductibilidad política. Y sin arreglo político en la pluralidad, no hay régimen autonómico posible. El segundo peligro, obviamente derivado de lo anterior, es que prevalezca el racismo por otros medios o con otros fundamentos. La teoría de la diferencia natural e irreductible, basada en la existencia de las razas, ha sido derrotada y entró en un descrédito al parecer irreversible. Pero el racismo puede volver por sus fueros, por el camino de la cultura. "Al igual que los antiguos voceros de la raza, los actuales fanáticos de la identidad cultural [...] llevan las diferencias al absoluto, y destruyen, en nombre de la multiplicidad de las causalidades particulares, cualquier comunidad de naturaleza o de cultura entre los hombres". Para superar el racismo, agrega Finkielkraut, no basta con rechazar sus falsos fundamentos naturales, mientras los retraducimos en términos de especificidad cultural. "De proceder así, se perpetúa, por el contrario, el culto del alma colectiva aparecido con la idea de Volksgeist, y del que el discurso racial ha sido una versión paroxística y provisional. Con la sustitución del argumento biológico por el argumento culturalista, el racismo no ha sido eliminado: ha regresado simplemente a la casilla de salida". La versión dura del liberalismo: individualidad frente a colectividad Pero el no cerrarse a la existencia de valores cuyo fundamento se encuentre en la individualidad, no implica renunciar a la crítica de esos valores pretendidamente universales y, por ello, supuestamente inatacables. El problema surge en el momento en que, teniendo que coexistir con valores culturales, los que se fundan en la individualidad aparecen como incompatibles con aquéllos, y se plantea como solución incluso la anulación de todo valor basado en la cultura. El liberalismo duro acepta la diversidad de posiciones políticas en el seno de la sociedad, pero tiene problemas para admitir la diversidad cuando ésta se funda en lo cultural: "el problema surge cuando no se comparten las mismas creencias básicas sobre fines y valores". Cuando la comunidad o el "contexto cultural" se ven como "condición" del ejercicio de los derechos individuales, lo colectivo adquiere "prioridad ética" sobre lo individual. Pero, pregunta R. Vázquez, "¿qué sucedería si aquél (contexto cultural) entra en contradicción con esta última (libertad individual)?". En ese caso, responde, puesto que no puede aceptarse la violación de la libertad individual, se debe afirmar la "supremacía" de los "derechos liberales" sobre los culturales "y fijar límites muy claros a la tolerancia". Por nuestra parte, podemos replantear la pregunta: ¿qué sucedería si los valores de la individualidad entran en contradicción con el contexto cultural, de tal manera que hacen imposible que los miembros de la comunidad ejerzan precisamente los derechos individuales? En esta situación -frecuente en las etnorregiones latinoamericanas- el supremo fin de realizar los derechos individuales que postula el propio liberalismo, haría prioritario el reconocer el contexto. Así, la cuestión de la "condición" contextual es lo central. Al transformarse el planteamiento (prioridad o supremacía a priori de lo individual), el papel de lo condicionante desaparece. Los liberales buscan refutar el argumento de lo contextual, utilizando ejemplos extremos de prácticas culturales que violentan derechos humanos. Se trata de demostrar que la compatibilidad entre derechos culturales y derechos individuales es imposible. Pero esos ejemplos no son generalizables, pues no todas las culturas tienen estas prácticas. Los argumentos liberales en torno al imperativo de respetar los derechos fundamentales (humanos) de los individuos son sólidos. Pero dado que el punto es cómo hacerlos compatibles con los derechos colectivos, se deben abandonar concepciones de "primacía", "superioridad" o "prioridad" de unos derechos sobre otros; hay que verlos como complementarios. En este sentido, las formulaciones del tipo: prioridad "de los derechos liberales sobre los culturales" (p. 48), sólo invierten los términos en que el Volksgeist había planteado las cosas: prioridad del principio cultural sobre los valores individuales. En el proceso histórico de su constitución, la humanidad se manifiesta como colectividad e individualidad. Con igual firmeza hay que sostener los derechos culturales e individuales, explorando, al mismo tiempo, lo que hay en realidad de particular (no universal) tanto en unos derechos como en otros. El punto central, hasta ahora poco tocado en el discurso liberal, pero que subyace en él, es el de los derechos políticos que se derivan de la calidad de comunidades culturales o pueblos: el derecho a la libre determinación; es decir, el derecho de esas comunidades socioculturales a convertirse en comunidades políticas en tanto son pueblos. Al argumentar en contra de los derechos culturales de tales comunidades, de hecho se argumenta en contra del derecho político de éstas a constituirse en unidades políticas (particularmente, en entes autonómicos). Quizás valga la pena mencionar, aunque sea de paso, que el empuje de la lucha autonómica está provocando cambios en el seno del enfoque liberal. Sintetizando, podrían establecerse tres estadios liberales: 1) El de aquellos liberales fuertemente aferrados a la versión tradicional, dura e intransigente, que no admite la pluralidad ni la autodeterminación si no es como atributo exclusivo del Estado; 2) el de los que admiten la pluralidad cultural, pero sin que ésta se exprese en pluralidad jurídico-política; 3) el de los que comienzan a poner seriamente en cuestión los postulados mismos del liberalismo por lo que se refiere a la pluralidad y abren la doctrina a la admisión de la autonomía como fundamento de la democracia. Hemos visto un ejemplo de la segunda posición en los planteamientos de Vázquez. Desgraciadamente, la posición extrema y conservadora que expresa la primera posición es la que todavía prevalece entre los liberales nativos de América Latina. Entre éstos pervive, incluso reforzado, el proyecto integracionista del proverbial indigenismo latinoamericano, adverso a cualquier reconocimiento autonómico a los pueblos y comunidades étnicas. Paralelamente (tercer estadio) se están desarrollando valiosas innovaciones en el pensamiento liberal en dirección a reconocer la pluralidad y la autonomía, con un vigorosa influencia en la comunidad internacional. Se trata de lo que podemos llamar un liberalismo pluralista, impulsado por influyentes autores como John Rawls, Nagel, Tylor y otros. A ello corresponden declaraciones pluralista de la Liberal Internacional; así como destacados esfuerzos por introducir la pluralidad sociocultural y la autonomía como componentes básicos de los regímenes democráticos. La libre determinación en el debate internacional El derecho de libre determinación (canon fundamental para sustentar la autonomía) está siendo debatido con renovado brío en la comunidad internacional, justo a raíz de las reivindicaciones planteadas por los pueblos indios y comunidades étnicas en los últimos tiempos. A mi juicio, el rumbo que tome esta discusión y su desenlace determinarán el porvenir de los indígenas y otras comunidades étnicas. Advierto, al mismo tiempo, serios riesgos en los intentos de limitar el derecho a la autodeterminación de los pueblos indígenas en el derecho internacional. Creo que en esto radica uno de los más serios desafíos para el futuro de la autonomía en América Latina. A la larga, incluso puede temerse que un resultado limitativo en el derecho internacional pueda tener efectos negativos, en un sentido "restrospectivo", para los regímenes de autonomía ya en funcionamiento, como sería el caso del establecido en Nicaragua. El concepto de autonomía está estrecha e indisolublemente vinculado al derecho de libre determinación y a la noción de pueblos. Por ello, la discusión se centra en el quién y en el qué; esto es, en sí los indígenas constituyen pueblos o no, y si tienen o no derecho de libre determinación. Ambos términos son inseparables, pues son los pueblos los sujetos del derecho en cuestión. Por ello, el primer problema es precisar quiénes son pueblos; y, a partir de ello, definir el rango del derecho correspondiente. Como se sabe, en el primer artículo de los dos pactos internacionales signados por los Estados (me refiero al de Derechos Económicos, Sociales y Culturales y al de Derechos Civiles y Políticos), se establece que todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación. Allí no se señala ningún género de restricción a este derecho. Por ello, a la hora en que hubo que discutir la aceptación de la calidad de pueblos de los indígenas en los instrumentos internacionales, inmediatamente surgieron los temores de los Estados por sus implicaciones jurídicas. Después de muchas resistencias, la tendencia parece ser que se reconozca la calidad de pueblos a los indígenas, pero limitando al mismo tiempo el alcance de los derechos que, por ello, les corresponderían. Y aquí tenemos un problema. En efecto, el único instrumento internacional que, hasta ahora, reconoce a los indígenas como pueblos es el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, OIT. Pero éste despierta un asunto que se debate en la esfera internacional: el de si existen pueblos de primera y pueblos de segunda, para decirlo llanamente. El convenio da pábulo a pensar que existen estas dos categorías. Los pueblos de primera tendrían el pleno derecho a la autodeterminación. Son regularmente aquellos a los que se atribuye haber constituido un Estado-nación o tienen una historia estatal; o los que, no habiéndolo constituido, corresponden a patrones similares a los primeros. Para otros pueblos, esta condición está en duda. Los indígenas y otras comunidades étnicas se encuentran en este reino de la duda, pues el Convenio 169 dice que sí son pueblos, pero que en este caso no hay que entender la noción de "pueblos" en el sentido de que tenga la implicación del derecho internacional; es decir que no tienen derecho a la libre determinación que, como se dijo, es la principal implicación. De mantenerse y afirmarse esta formulación en el derecho internacional, estaríamos ante el caso de que un tipo de pueblos no tendría la capacidad de autodeterminarse a plenitud. Por lo tanto, su condición no podría ser determinada por sí mismo, sino por la voluntad de los Estados en que han quedado insertos. Podría argumentarse que se trata de una situación única y especial, que deriva de las limitaciones del propio organismo de Naciones Unidas que emitió el Convenio 169. Sin embargo, todo indica que no es el caso. En primer lugar, porque los Estados miembros ya están presionando para que la futura Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos Indígenas, que prepara el grupo de trabajo de la ONU, establezca también allí las restricción de derechos mencionada, con lo que se convertiría en un principio general con gran fuerza moral; y en segundo término, porque ya la formulación original de la OIT comienza a contagiar a otros instrumentos. Por ejemplo, es preocupante que este principio restrictivo haya sido incorporado en el Proyecto de Declaración Americana sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (aprobado por la CIDH el 26 de febrero de 1997), copiándolo casi textualmente del Convenio 169. Presumiblemente, la Declaración Americana sería el documento regional correspondiente a la mencionada Declaración Universal que está preparando el grupo de trabajo de la ONU. Podría ocurrir que aquélla sea aprobada antes que ésta; y en todo caso, que sea utilizada como rasero máximo, techo o límite infranqueable para las aspiraciones indígenas en la Declaración Universal. Como fuere, mientras en el seno de los que debaten la elaboración de la Declaración universal ha prevalecido, hasta ahora, el criterio de que no debe limitarse la calidad de "pueblos" de los indígenas, en la propuesta de Declaración Americana ya se incorporó la misma restricción del Convenio 169. De contaminarse también la que prepara la ONU, las consecuencias para el futuro de los pueblos serán serias y profundas. El problema en discusión es grave. Es difícil concebir la autodeterminación a medias. A partir de una condición de pueblo acotado, los Estados podrán limitar el derecho de autodeterminación de los pueblos indígenas, alegando que en este caso se trata de libre determinación interna. Ya los teóricos partidarios de esta interpretación están afinando los argumentos para sustentar el enfoque "interno". Es verdad que en América Latina las organizaciones indígenas no están reclamando la autodeterminación como independencia; pero también debería admitirse que es ejerciendo el pleno derecho a la autodeterminación que estos pueblos quieren practicar sus derechos como autonomía dentro del ámbito nacional. Si no existe la facultad de elección y decisión, no puede concebirse la libre determinación. Quizás sería útil hacer una clara distinción. Una cosa es definir a priori que, para los indígenas, la libre determinación es "interna", y otra es decir que el pleno derecho de libre determinación puede ejercerse internamente, como régimen de autonomía aceptado libremente por las partes. En cada caso, las premisas y las consecuencias, son diferentes. El caso de México, el ejemplo más reciente de negociación autonómica, ilustra las riesgosas consecuencias. En los documentos acordados entre el EZLN y el gobierno federal no hay correspondencia entre la aceptación declarativa de conceptos como libre determinación, autonomía, territorio y pueblos indígenas, por una parte, y los derechos reconocidos a éstos por la otra. En efecto, a la hora de traducirse en compromisos, se advierte el efecto limitativo que las definiciones internacionales, que están cobrando cuerpo, ejercen sobre los arreglos con los gobiernos. En relación con la categoría de pueblos indígenas, en los acuerdos mexicanos de San Andrés prevalece la idea de poblados o comunidades dispersas con ciertas características socioculturales, pero sin posibilidad de constituirse en sujeto político y orden de gobierno. Esto es congruente con el hecho de que en los documentos se adopta la definición del citado Convenio 169. ¿Qué efecto tuvo tal decisión? El siguiente: una vez descartado el sentido del derecho internacional y su posible interpretación en el ámbito nacional (como autodeterminación que se resuelve internamente en autonomía), se cierra el círculo: el derecho de "libre determinación" incluido en el citado Pronunciamiento conjunto deberá entenderse exclusivamente en los propios términos de éste; es decir, en los términos limitativos en que allí (punto 5.2) se define la autonomía. Concluyo este punto con un texto redondo, que suscribo, de la señora Lâm: "El oportunismo y parcialidad que, por comprensibles que sean, impulsaron la "tesis de agua azul" y que, en mi opinión, impulsan a algunos comentaristas a dar preferencia a la libre determinación interna sobre la externa, si no se controlan limitarán radicalmente, y de hecho, dejarán inoperante, un principio fundamental de derecho internacional que todavía es necesario para rescatar al débil de la serie de subyugaciones que sigue sufriendo, ya sean externas o internas". Héctor Díaz-Polanco es profesor-investigador del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), México. Participó en los diálogos de San Andrés como asesor del EZLN. * Este documento es parte de "Autonomías Indígenas - Diversidad de Culturas, Igualdad de Derechos". Serie Aportes para el Debate No. 6.
https://www.alainet.org/es/articulo/104903
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