Informe de la CEPAL:

Panorama social de América Latina

11/05/1999
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La Comisión Económica para América Latina de las Naciones Unidas (CEPAL) presentó el 4 de mayo la edición correspondiente a 1998 del Panorama social de la región, que otorga particular atención al análisis de la evolución de la pobreza. De la síntesis del documento hemos recogido los siguientes extractos. Pobreza De 1990 a 1997 la pobreza disminuyó en la gran mayoría de los países latinoamericanos; el porcentaje de hogares en esa situación se redujo de 41% a 36%, con lo que prácticamente se recuperó el nivel existente en 1980 (35%). Esta reducción ha permitido, asimismo, contener el crecimiento de la población pobre que durante los años ochenta había aumentado de 136 a 200 millones, pero que en 1997 no superaba los 204 millones. La indigencia ha seguido una evolución semejante, pues el porcentaje de hogares indigentes en 1980 (15%) se elevó a 18% en 1990 para volver al 15% en 1997; del mismo modo, los 62 millones de indigentes que existían en 1980 llegaron a 93 millones en 1990, para luego reducirse a menos de 90 millones en 1997. Dado que el tamaño medio de los hogares pobres es mayor que el de los demás, la proporción de población pobre e indigente es superior a la de los hogares de esa condición; en 1997 dicha proporción era de 44% y 19%, respectivamente (48% y 23% en 1990). La mayor parte de los 64 millones de pobres que se sumaron a esta categoría en los años ochenta se localizó en las ciudades, lo que provocó un aumento sustancial de la proporción de pobres urbanos, que pasó de 46% (63 millones de personas) en 1980 a 61% (122 millones) en 1990, mientras que la proporción de pobres rurales se redujo de 54% a 39%, con un leve ascenso en el número de personas (de 73 a 78 millones). Esta tendencia a la urbanización de la pobreza, que ha jugado un papel muy destacado en el deterioro de la calidad de la vida de las ciudades en la región, se detuvo a partir de 1990. En efecto, entre ese año y 1997 las proporciones de total de pobres correspondientes a pobres urbanos y rurales, y su número de los mismos se mantuvieron casi inalterados. Por cierto, el hecho de que la mayoría de los pobres esté ahora localizada en las zonas urbanas no significa que haya mermado la pobreza en el conjunto de la población rural; en 1980 el 54% de los hogares rurales era pobre, cifra que aumentó a 58% en 1990 y volvió a 54% en 1997. Asimismo, el 28% de los hogares rurales eran indigentes en 1980, pero dicha proporción ascendió a 34% en 1990 para disminuir a 31% en 1997 (en los mismos años la proporción de hogares urbanos indigentes fue de 9%, 12% y 10%, respectivamente). Pese a que la evolución de la pobreza durante los años transcurridos de la década de 1990 ha sido positiva, ésta debe evaluarse con prudencia, ya que recién se han recuperado los niveles relativos de 1980 y aún no se logra reducir el número de pobres e indigentes que existían en 1990, que siguen manteniéndose en torno a los 200 y 90 millones de personas, respectivamente. Asimismo, es muy probable que en los años finales del decenio el ritmo de crecimiento económico de la región sea inferior al logrado entre 1990 y 1997, lo que dificulta la mitigación futura de la pobreza e incluso amenaza con su posible incremento en varios países. Por otra parte, en lo que va corrido de la década de 1990, tiende a confirmarse en algunos países el importante papel desempeñado por el crecimiento económico en la evolución de la pobreza, dado que se advierte una relación claramente positiva entre la tasa de crecimiento del ingreso nacional bruto real por habitante y la tasa media anual de disminución de la pobreza. Como ejemplos de ello pueden señalarse los casos de Chile y Venezuela; en el primero, el ingreso per cápita aumentó un 47.8% de 1990 a 1996 y la proporción de hogares pobres se redujo en ese período en 13 puntos porcentuales; en el segundo, la merma de 0.5% en el ingreso por habitante de 1990 a 1997 estuvo acompañada de un aumento de 8 puntos en la proporción de hogares pobres. Sin embargo, hay también otros países en los que esta relación entre crecimiento económico y evolución de la pobreza no ha sido tan notoria, debido, por una parte, a que una misma tasa de crecimiento del producto puede tener efectos diferentes sobre la pobreza según la modalidad que éste adopte ?en especial, en cuanto a sus efectos sobre el empleo y los salarios? y, por otra, a que el comportamiento de la pobreza también obedece al efecto de otros factores. Así, por ejemplo, en Argentina el significativo aumento de 37% en el ingreso por habitante de 1990 a 1997 estuvo acompañado de una disminución de sólo 3 puntos porcentuales en la proporción de hogares pobres (Gran Buenos Aires) y, por el contrario, en Brasil el crecimiento moderado de 12.5% en el ingreso per cápita apareció asociado a una merma de 12 puntos en la pobreza. Esto avala la tesis de que existen tipos de crecimiento que influyen en forma muy diferente en la evolución de la pobreza, y que en ello inciden también otros factores que repercuten de manera significativa, por lo que debieran evitarse las perspectivas analíticas y las propuestas de acción en este campo centradas exclusivamente en el crecimiento económico, sin que esto implique desconocer su importante papel en el logro de los objetivos de reducción de la pobreza. Al respecto, es posible identificar distintas modalidades de crecimiento según sus efectos en el mercado de trabajo; así, no cabe duda que aquella que impulse una rápida expansión del empleo de alta productividad será más eficaz en cuanto a la disminución de la pobreza. Sin embargo, lo ocurrido en América Latina en los años recientes pone de manifiesto una creciente heterogeneidad de la productividad de los distintos tipos de ocupaciones, lo que ha provocado una también creciente diferencia de ingresos entre ellas. Además, dentro del conjunto de ocupaciones han pesado mucho más las que se caracterizan por productividad e ingresos más bajos, que, por tal razón, tienen menor capacidad de superar la pobreza. De todos modos, aunque los empleos generados hayan sido en su mayoría de productividad e ingresos bajos, esto ha permitido que en muchos hogares aumente la proporción de sus miembros ocupados (densidad ocupacional), lo que les permite elevar su nivel de vida. En efecto, aunque existen diferencias importantes entre los países la densidad ocupacional ha aumentado en la mayoría de ellos y en varios, como Chile y Brasil, ha jugado un papel destacado en el descenso de los índices de pobreza. Distribución del ingreso En lo que respecta a la distribución del ingreso, entre 1990 y 1997 el conjunto de la región ha tenido un deficiente desempeño, ya que ha persistido el alto grado de concentración existente al comienzo de ese período. Esta rigidez obedece a factores patrimoniales, ocupacionales, educacionales y demográficos, que no se han modificado mayormente a pesar de la aceleración del crecimiento económico; el ingreso nacional bruto real por habitante se elevó en casi todos los países, con excepción de Nicaragua y Venezuela, lo que permitió reducir los niveles de pobreza e indigencia, pero no los de concentración del ingreso. De 12 países analizados en este informe, la distribución del ingreso en las áreas urbanas mejoró en cuatro de ellos (Bolivia, Honduras, México y Uruguay), en uno se mantuvo (Chile) y en siete sufrió un deterioro (Argentina, Brasil, Costa Rica, Ecuador, Panamá, Paraguay y Venezuela). Lo observado en América Latina en los años noventa confirma la aseveración de que la evolución del crecimiento económico no permite predecir lo que pueda suceder con la distribución del ingreso. Por ejemplo, el crecimiento económico negativo de Venezuela coincidió con una marcada regresividad en la distribución (el índice de concentración de Gini subió de 0.38 a 0.43 entre 1990 y 1997), a la vez que en México se logró una mejoría en la distribución (el coeficiente de Gini disminuyó de 0.42 en 1989 a 0.39 en 1996) pese a que en ese período el ingreso per cápita sólo aumentó en promedio un 0.3%, lo que revela que el costo social del escaso crecimiento económico se distribuyó de distinta manera en ambos países. Asimismo, en Chile y Argentina se produjo un crecimiento importante del ingreso per cápita entre los años 1990 y 1996-1997, pese a lo cual en el primero la distribución se mantuvo estable y en el segundo empeoró. Uruguay ha logrado consolidarse como el país que presenta la mejor distribución del ingreso en América Latina, semejante a la de algunos países europeos, gracias, entre otros factores, al importante papel de las transferencias del sector público, especialmente las jubilaciones y pensiones. Como ya se ha señalado, estas transferencias también fueron relevantes en lo que se refiere a la reducción de la pobreza, en especial en Brasil; pero, en este país no modificaron la pauta distributiva general, porque fueron captadas no sólo por los estratos más pobres sino que, de igual modo, por los no pobres, incluidos los de mayores ingresos. Evolución del empleo En materia de empleo se advierte que aún cuando en América Latina se ha venido reduciendo el ritmo de crecimiento de la población en edad de trabajar, esto no se ha traducido en una disminución de la oferta laboral, debido, sobre todo, a la acelerada incorporación de la mujer al mercado de trabajo. En efecto, la tasa promedio anual de crecimiento de la población en edad de trabajar bajó en América Latina de 2.55% en 1985-1990 a 2.48% en 1990-1995, pero a la vez las tasas de participación han aumentado en casi toda la región (sólo declinaron en El Salvador y República Dominicana). El persistente aumento de la tasa de incorporación de la mujer al mercado laboral ha respondido a dos causas principales. En primer lugar, a la tendencia a una creciente participación de la mujer en todos los ámbitos de la vida social y, segundo, a la necesidad de contribuir al ingreso familiar. En una situación crítica, como la atravesada por Venezuela, la participación laboral de la mujer se incrementó de manera considerable, pero ello también tuvo lugar en países de crecimiento rápido, como Chile. En el conjunto de la región el aumento de la participación laboral femenina se registró especialmente en los hogares de menores ingresos, en los que se elevó la densidad ocupacional. En el período mencionado, la fuerza de trabajo creció a una tasa promedio anual de 3.1%; el empleo, a 2.9% y el producto, a 3.2%. Por consiguiente, la productividad del trabajo aumentó sólo un 0.3%. Una pequeña proporción de los empleos generados corresponde a los sectores modernos de la economía, mientras que la gran mayoría se concentra en el sector privado de menor productividad relativa y, en especial, en el área de los bienes y servicios no transables; como ya se ha mencionado, esta heterogeneidad laboral dificulta la superación de la pobreza y una mejor distribución del ingreso. La proliferación de empleos de baja productividad ?trabajadores por cuenta propia, asalariados en microempresas, empleados domésticos y trabajadores sin remuneración? ha venido acompañada de falta de protección, contrataciones flexibles a plazo fijo, subcontrataciones y otras modalidades que han aumentado la incertidumbre y la inestabilidad laboral. Cabe subrayar que estos procesos se han producido a pesar de que durante los años noventa el nivel de escolaridad de la fuerza de trabajo siguió en aumento. En cuanto a la composición sectorial del empleo, persiste el descenso de la participación relativa del empleo agrícola y manufacturero y la expansión en el sector terciario (comercio y servicios). El desempleo decreció desde mediados de los años ochenta hasta principios de los noventa, pero a partir de entonces comenzó a elevarse nuevamente en la mayoría de los países de la región; además, tiende a ser marcado entre las mujeres, los jóvenes y las personas de menores ingresos, aunque en varios países ya está afectando de manera notoria a las de ingresos medios y altos. La incorporación de los jóvenes al mercado laboral se examina con especial detalle en la presente edición del Panorama social, ya que la población de 15 a 24 años de edad representa del 20% a 25% de la fuerza de trabajo en América Latina. Por encontrarse en la primera etapa de participación en el mercado laboral, son afectados con especial intensidad por las características predominantes de la evolución reciente de ese mercado. El insuficiente dinamismo económico observado en la mayoría de los países y la escasa creación de ocupaciones de alta productividad dificultan una adecuada inserción laboral de los jóvenes, pese a que en promedio tienen un nivel de educación cada vez mayor. Los problemas económicos de los hogares de menores ingresos obligan, en muchos casos, a una precoz incorporación laboral de los jóvenes, que perjudica su continuidad educativa y, por ende, sus posibilidades futuras de trabajo. Además, se ven más afectados que otros grupos por las desfavorables condiciones de trabajo que suelen caracterizar a los empleos de baja productividad y las dificultades para conseguir empleo; la tasa de desocupación de la población activa entre 15 y 24 años representa más de la mitad del desempleo total en las zonas urbanas de América Latina. Debería prestarse atención especial a los jóvenes que no estudian ni buscan trabajo, pues constituyen un grupo muy proclive a desarrollar formas de conducta ligadas a fenómenos de marginalidad, violencia e ilegalidad.
https://www.alainet.org/es/articulo/104620
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