A propósito del terremoto
13/02/2001
- Opinión
El 13 de enero un terremoto sacudió El Salvador. Al día siguiente recibí
varias llamadas, de España sobre todo, preguntando cómo estaba la situación y
qué podían hacer. No podía dar muchas respuestas concretas, pero se me
ocurrieron algunas reflexiones "a propósito del terremoto", por así decirlo.
Esto es lo que pongo ahora por escrito de manera un poco más organizada y
pausadamente. El lector notará también diversas emociones, obvias muchas de
ellas. Quizás note también otras un poco más personales: la indignación de
que siempre es "lo mismo" y sufren "los mismos", la esperanza de que algún
día no sea así, y una especie de veneración ante la vida de los pobres,
antes, durante y después de las catástrofes.
En El Salvador ha vuelto a ocurrir una gran tragedia. Un fortísimo terremoto
ha ocasionado muertos que por ahora se cuentan por cientos, pero que bien
podrán llegar a contarse por miles. Muchos más son los heridos y muchísimos
más los damnificados. Las casas destruidas han dejado a decenas de miles sin
hogar, viviendo a la intemperie, aguantando el frío de la noche, con
muchísimos niños pequeños. El terremoto deja también la angustia de un futuro
incierto sobre cómo y dónde van a vivir las próximas semanas, meses y años, y
a ello se une el miedo -a veces todavía pánico- a que la tierra vuelva a
temblar. Muchas zonas han sido evacuadas y han quedado desoladas, en otras se
hacinan los damnificados. Las escenas son aterradoras: dolor y llanto sin
consuelo por los muertos, familias enteras que han desaparecido: "la vecina
perdió cinco hijos", "la casa soterró a toda la familia". Y a medida que
pasan los días y van llegando noticias del interior crece la convicción de
que la catástrofe ha sido realmente grande, mayor de lo que se pensaba.
Baste lo dicho para poner en palabra una gran tragedia y un gran sufrimiento.
En los próximos días se conocerán mejor las cifras: muertos, heridos,
desaparecidos, destrucción, pérdidas globales. Ahora, a tres días del
terremoto, ofrecemos unas breves reflexiones sobre lo que realmente ha
ocurrido, lo que nos interpela y -aunque suene paradójico- lo que nos ofrece.
1. La tragedia de los pobres. Vivir en este país es siempre una carga muy
dura de llevar. Oficialmente, la mitad de la población vive en pobreza, grave
o extrema. De la otra mitad, otra buena mayoría vive con serios agobios y
dificultades, todo lo cual se agrava con las catástrofes: en 1986 otro
terremoto asoló al país, hace dos años fue el Mitch. Y no hay que olvidar
quince años de represión, guerra, éxodo masivo, destrucción.
Vivir es, pues, una pesada carga, pero no lo es para todos por igual. Como
siempre, lo es muchísimo más para las mayorías pobres. El terremoto ha
destruido casas, pero muy mayoritariamente las de bajareque y adobe, donde
viven los pobres porque no pueden construirlas de cemento y hierro. Los
deslaves y derrumbes han soterrado personas y viviendas -esta vez también
casitas de clase media baja-, pero siempre soterran a los pobres porque sólo
en esas inhóspitas laderas, no en tierra llana y fértil, han encontrado lugar
para sembrar. Lo mismo ocurrió durante el conflicto bélico. La inmensa
mayoría de quienes sufrieron la represión y de quienes murieron en guerra, de
uno y otro bando, fueron pobres. Y así sucesivamente.
El terremoto no es, pues, sólo una tragedia, sino que es también una
radiografía del país. Muy mayoritariamente mueren los pobres, quedan
soterrados los pobres, tienen que salir corriendo con las cuatro cosas que
les quedan los pobres, duermen a la intemperie los pobres, se angustian por
el futuro los pobres, encuentran inmensos escollos para rehacer sus vidas los
pobres. También otros sufren con el terremoto, indudablemente, pero, por lo
general, pasado el susto, reconstruyen lo que se les ha dañado, vuelven a la
normalidad y pueden seguir viviendo, algunos de ellos rodeados del lujo de
siempre.
Los terremotos, como los cementerios, revelan la inicua desigualdad de una
sociedad y, así, muestran su más honda verdad. Algunas tumbas son suntuosas,
grandes panteones y lujosos mármoles, bien ubicadas. Otras, casi sin nombre y
sin cruces, se amontonan en lugares y quedan anónimas. Son la mayoría.
Los terremotos recuerdan a los cementerios y escenifican, trágicamente, la
parábola de Jesús: "Había un señor muy rico que banqueteaba todos los días. Y
a los pies de su mesa había un pobre, Lázaro, que esperaba que cayeran
migajas de la mesa...".
2. La injusticia que configura el planeta. La tragedia tiene causas
naturales, pero su desigual impacto no se debe a la naturaleza, sino a lo que
los seres humanos hacemos unos con otros, unos a otros. Es la injusticia que
configura el planeta de forma masiva, cruel y duradera. La tragedia es en
buena parte obra de nuestras manos.
Es ilusorio que se apele a las normas de seguridad que se exigen en la
construcción de viviendas, cuando los pobres no tienen recursos para
cumplirlas. Y yendo a la raíz, es insultante que no se haya logrado -ni de
lejos- vivienda digna para las mayorías, cuando proliferan edificios
llamativos y mejoran las autopistas, los hoteles, los aeropuertos. También en
El Salvador.
Según los expertos, en este celebrado milenio que comienza, el de la
globalización, dos mil millones de seres humanos no tienen vivienda en que
vivir con un mínimo de dignidad y de seguridad. Y cuando Gustavo Gutiérrez
quiere sacudir la complacencia de este mundo nuestro, hace esta sencilla
pregunta: "¿dónde dormirán los pobres en el siglo XXI?". "El capitalismo
nació sin corazón", dice Adolfo Pérez Esquivel. Lleva más de un siglo
generando champas infames y casitas que se caen, y con ello se mofa de los
pobres, quienes, cada veinte años, pierden sus casas.
Pero se mofa también de los expertos. Un ejemplo. A tiempo, ecólogos y
técnicos, salvadoreños y extranjeros, denunciaron el peligro que acarrearía
la deforestación de la Cordillera del Bálsamo. Haciendo oídos sordos, se
construyeron centenares de casas, y ocurrió lo que tenía que ocurrir: Con el
terremoto vino el deslave, alrededor de 270 casas quedaron soterradas bajo
cuatro metros de tierra y alrededor de mil personas han muerto soterradas.
Evidentemente, la tragedia que ha causado el terremoto no se debe sólo a la
deforestación, pero ésta ha colaborado. Al día siguiente, el presidente
Flores se hizo presente al lugar de la tragedia, en esas visitas de
gobernantes que a veces pueden ser sentidas y a veces sólo para salir del
paso. La gente se le acercó, lo rodeó, lo abucheó e insultó -cosa que no
suele suceder normalmente- hasta el punto de que un funcionario tuvo que
interponerse entre la cámara de televisión y la gente para que no quedase
filmada la escena. De la respuesta de la gente puede colegirse su indignación
y dolor.
Una última reflexión en esta línea. Cada quince o veinte años suele haber
terremotos en el área centroamericana, pero la tragedia que originan no
parece enseñar mucho, ni servir eficazmente para evitar en lo posible o
minimizar la siguiente. Desde el terremoto de 1986 no se ha buscado solución
a la situación general de pobreza, ni se ha avanzado eficazmente en prevenir
y paliar las consecuencias de catástrofes inevitables. En los quince años
entre los dos últimos terremotos el país ha invertido mucho para mejorar el
armamento de la fuerza armada y la tecnología de la banca. Pero para
desescombrar seguimos prácticamente con pico y pala, sobre todo en cantones y
aldeas perdidas.
La tragedia ha sido grande para los pobres. Hoy se habla de ella, pero pronto
desaparecerá de la escena y será desplazada por otros intereses, los de
siempre. Ya se empieza a hablar de si con el terremoto se activará la
economía o no, como cuando se piensa en el reparto de los despojos con el
difunto todavía presente. Los dueños del país buscan paliar los daños, pero
no se preocupan mucho de garantizar el futuro de la vida de los pobres, sus
viviendas, sus pertenencias. Y que las cosas sean así parece natural.
Por eso, con el terremoto sigue resonando la palabra de Jahvé en el inicio de
la historia: "¿qué has hecho de tu hermano?".
3. La santidad de vivir. Es más fácil escribir sobre la tragedia y la maldad
que sobre la vida y la bondad. Pero, aunque muy brevemente, digamos que en
medio de la tragedia la vida sigue pujando, atrayendo y moviendo con fuerza.
El desfile de gentes, caminando o en vehículos muchas veces destartalados,
con bultos en la cabeza y niños agarrados de las manos, es la expresión más
fundamental de vida y del anhelo de vivir -con gran dramatismo lo hemos visto
en los Grandes Lagos-. Esa vida surge de lo mejor que somos y tenemos. Gente
pobre, a veces muy pobre y con muy pocos conocimientos, pone todo lo que son
y tienen al servicio de la vida, y lo hacen porque con frecuencia no les
queda mucho más.
Aquí, en el tercer mundo, por experiencia secular, los pobres desconfían de
gobiernos, autoridades y funcionarios, aunque siempre hay personas buenas y
responsables. Los pobres saben que tienen derechos humanos. En ocasiones de
catástrofes saben que tienen derecho a ser asistidos y ayudados. Si llega esa
ayuda, es bien recibida, por supuesto, y cuando no llega, y pueden hacerlo,
protestan porque no les ha llegado. Pero no esperan mucho, y por ello su
reacción fundamental es otra: ponen a producir sus fuerzas y su ingenio al
servicio de la vida. En medio de la tragedia se impone la fuerza de la vida
y, a pesar de todo, se hace presente el encanto de lo humano.
Y junto al impulso del propio vivir, surge también la fuerza de la
solidaridad. Como ha ocurrido en los últimos años, ha llegado ya, y seguirá
llegando, ayuda de muchas partes, y también han llegado expertos en rescate,
médicos, ingenieros... Prestan un gran servicio, dan ánimo y hay que
agradecérselo muy sinceramente. Pero nos referimos ahora a la solidaridad más
primaria, y para ello volvamos a lo ocurrido en la Cordillera del Bálsamo.
Para desenterrar cadáveres no había a mano muchas excavadoras mecánicas y,
además, hubiese sido peligroso usarlas, pues, al desescombrar, podían
pedacear cadáveres. Entonces, largas hileras de hombres, pasándose baldes de
tierra uno al otro, se pusieron a remover miles de metros cúbicos de tierra y
llevarlos a otro lugar. Llevan así días y el cansancio es agotador. Pero
siguen buscando cadáveres, y esperando el milagro de algún cuerpo que todavía
esté con vida. Junto a ellos están socorristas beneméritos, llegados de otros
países. Es la fuerza primigenia de la solidaridad: buscar a otros seres
humanos, para hallarlos vivos o para enterrarlos -con dignidad- cuando están
muertos.
Y en esa solidaridad primigenia siempre e indefectiblemente está la mujer con
la más primaria de las solidaridades: cuidando de los niños entre escombros,
haciendo y repartiendo lo que haya de comida en los campamentos de
damnificados, animando siempre, sobre todo, con su presencia, sin claudicar,
sin cansarse, como referente último de vida que no falla...
Me gusta pensar que en esa decisión primaria de vivir y dar vida aparece una
como santidad primordial, que no se pregunta todavía si es virtud u
obligación, si es libertad o necesidad, si es gracia o mérito. No es la
santidad reconocida en las canonizaciones, pero bien la aprecia un corazón
limpio. No es la santidad de las virtudes heroicas, sino la de una vida
realmente heroica. No sabemos si estos pobres que claman por vivir son santos
intercesores o no, pero mueven el corazón. Pueden ser santos pecadores, si se
quiere, pero cumplen insignemente con la vocación primordial de la creación:
son obedientes a la llamada de Dios a vivir y dar vida a otros, aun en medio
de la catástrofe.
Es la santidad del sufrimiento, que tiene una lógica distinta, pero más
primaria, que la santidad de la virtud. Puede sonar exagerado, pero ante
estos pobres, quizás podamos repetir lo que dijo el centurión ante Jesús
crucificado: "verdaderamente éstos son hijos e hijas de Dios".
4. La compasión que nos salva. En el país, y sobre todo fuera de él, muchos
se preguntan qué hacer. Unos quieren saber cómo enviar la ayuda para que ésta
llegue a sus destinatarios y no a bolsillos de corruptos, para que no se
repitan experiencias del pasado, cuando gobernantes y militares se han
embolsado la generosidad de mucha gente de buena voluntad. Otros preguntan,
quizás con escepticismo justificado por experiencias pasadas, si y para qué
sirve la ayuda. Otros, en fin, preguntan qué ayuda es la más eficaz y la más
necesaria. No vamos a contestar, en concreto, a estas preguntas. Queremos,
ofrecer más bien, algunas reflexiones sobre la actitud fundamental -tal como
la vemos desde aquí- que lleva a ayudar con creatividad y generosidad, con
firmeza y fidelidad.
En primer lugar, es necesario dejarse afectar por la tragedia, no rehuirla ni
suavizarla. No se trata de fomentar el masoquismo ni de exigir
imposibilidades psicológicas. Se trata de un primer momento de honradez con
lo real. Rehuir, sutil o burdamente, la tragedia es una forma de salir de la
realidad de nuestro mundo. Pero hay que estar claros en que sin quedarse y
afincarse en la realidad a nadie se puede ayudar, ni a los necesitados de
fuera, ni a uno mismo por dentro. Dejarse afectar, sentir dolor ante vidas
truncadas o amenazadas, sentir indignación ante la injusticia que está detrás
de la tragedia, sentir también vergüenza de que hemos arruinado a esta
planeta y que no lo arreglamos, todo ello es importante para saber ayudar en
la tragedia. Y lo que es más importante, todo ello puede llevar a sentir
compasión y ponerla en práctica, que es lo que nos salva.
En segundo lugar, este dejarse afectar por la tragedia es también salvífico,
porque nos instala en la verdad y nos hace superar la irrealidad en que
vivimos. Por ello, bien harán instituciones como Iglesias y universidades en
analizar y proclamar la verdad de estas tragedias -y ojalá lo hagan también
gobiernos, multinacionales, fuerzas armadas y banca mundial, aunque aquí las
esperanzas decaen o se desvanecen según los casos-.
En este contexto, es especialmente importante que los medios de comunicación
hagan "la opción preferencial por la verdad", comenzando por lo más exterior
de ella, aunque muy importante, ofreciendo datos fidedignos de la realidad, y
avanzando a lo más profundo, sus causas. El panorama que ofrecen los medios
es muchas veces desolador. Es noticia -escandalosa, por cierto- los millones
que gana un futbolista, pero hay que ser consciente de que este hecho no
pertenece a la realidad más real, sino a la anécdota factual, escandalosa y
adormeciente en un mundo que se muere de hambre. La "noticia" se convierte en
"realidad" cuando se comparan las cifras de lo que cuestan y ganan
deportistas, cantantes, estrellas de cine, con lo que tiene para sobrevivir
un ser humano en África o en Bangladesh o en la paupérrima comunidad de
Guadalupe destruida por el terremoto. Y entonces se aprende mucho sobre lo
que es agravio comparativo, injusticia, inhumanidad. Hacer esta comparación
es algo que desafía la imaginación y produce vértigo. Pero, sobre todo, se
convierte en interpelación inacallable: "¿es humano un mundo así?".
La tragedia tiene, pues, un inmenso potencial educativo. Si analizamos y no
encubrimos su verdad, nos introduce en la verdad de nuestro mundo y en
nuestra propia verdad. No es fácil. Incluso en días de terremoto, en El
Salvador hablamos mucho más de lo que ocurre en ciudades que en escondidos
cantones y aldeas. Pero es necesario. Como decía Ellacuría, si el primer
mundo quiere saber lo que es, que mire al tercer mundo. Y también nosotros
podemos decir aquí: si queremos conocer la verdad de la capital miremos a
aldeas y cantones.
En tercer lugar, este dejarse afectar por la tragedia puede generar
solidaridad. Suele ocurrir a veces que una desgracia familiar ayuda a unir a
una familia -félix culpa!, se decía antes-, y puede ser incluso lo único que
la llegue a unir. O dicho de otra forma, si ni siquiera el sufrimiento la
une, no hay solución. Y es que en los seres humanos siempre hay reservas y
reductos de bondad, dormidos muchas veces, pero que pueden ser activados por
el sufrimiento de los otros. No somos siempre y del todo egoístas. Un
terremoto en El Salvador, una hambruna en Calcuta, la epidemia del sida en
África, bien pueden ayudar a generar conciencia de familia humana.
En los pueblos sufrientes, crucificados, algo hay que atrae y convoca, que
nos puede llegar a sacar de nosotros mismos, y ahí está el origen de la
solidaridad. Entonces, junto al sentimiento ético de obligación o junto a la
superación del sentimiento de culpa, aparece lo más hondo y decisivo: el
sentimiento de cercanía entre los seres humanos. Las solidaridades concretas
vienen después, y buena falta hacen: ropa, comida, tiendas de campaña,
medicinas, dinero, ayudas técnicas de todo tipo, perdón de deudas... Pero
todo esto, su calidad, su firmeza, el "para siempre" de la solidaridad, surge
de ver algo bueno y humanizante en ser cercanos a las víctimas de este mundo.
Y entonces quizás acaece el milagro de lo humano: el llevarnos mutuamente, el
dar y recibir lo mejor que tenemos. Y el milagro mayor de querernos unos a
otros como miembros de una sola familia. Los cristianos lo decimos con la
mayor radicalidad: querernos como hijos e hijas de Dios. Ocurre, entonces, el
milagro de la mesa compartida, el gozo de ser familia humana.
5. Dios y la esperanza. En El Salvador proliferan diversos tipos de
religiosidad, pero en su conjunto es un país religioso, y más en estos días
de catástrofe. Unos, los fanáticos, dicen que el terremoto ha sido un castigo
de Dios -también en el terremoto de Guatemala, en 1976, el arzobispo de
entonces dijo que la causa eran los pecados de los sacerdotes-. Otros, la
mayoría, se dirigen a Dios con agradecimiento: "gracias a Dios estamos
vivos", con esperanza: "primero Dios saldremos adelante". Y con sumisión para
encontrar algún sentido en la catástrofe: "que se haga la voluntad de Dios".
Son frases cercanas a otras típicamente salvadoreñas: "primero Dios", es
decir, "sólo Dios puede ayudar, de los hombres no podemos esperar mucho". O
esta otra, menos religiosa, pero que apunta también a cómo comprenden los
pobres el sentido de la vida: "a saber". Es decir, en la realidad no hay
mucha lógica que haga el futuro predecible, ciertamente no una lógica que
esté en su favor.
No se oye mucho la pregunta que lleva a la teodicea clásica: "o Dios no puede
o no quiere evitar las catástrofes. En cualquier caso no queda bien parado".
La pregunta, sin embargo, sigue resonando: "¿dónde está Dios?". También la
hizo Jesús, y Pablo tuvo la audacia de responder: "en la cruz". Estos días
alguien ha respondido. "Dios está en El Cafetalón", refugio de damnificados
sin nada.
A la pregunta de dónde está Dios en el sufrimiento no hay respuesta lógica ni
convincente. Sin entrar ahora en ello, digamos que también Dios está
crucificado. En Europa lo han dicho muy bien Bonhoeffer y Moltmann. Entre
nosotros algo, breve pero profundo, dijo Ellacuría. En definitiva, la
respuesta a la pregunta por Dios sólo se decide en la vida: si del misterio
último, también en tiempo de catástrofe, surge una esperanza. Es decir, si la
esperanza no muere. Para ilustrarlo terminemos con la siguiente anécdota.
Con el terremoto han quedado destruidas varias iglesias, entre ellas la
iglesia de El Carmen, en Santa Tecla, donde resido. Con dolor le decía la
gente al párroco: "Padre, nos hemos quedado sin iglesia". Y el párroco,
Salvador Carranza, les contestó: "Nos hemos quedado sin templo, pero no sin
Iglesia. La Iglesia somos nosotros y de nosotros depende mantenerla con
vida".
Hace años en tiempo del terremoto histórico de la represión y la guerra,
decía Monseñor Romero: "El día en que las fuerzas del mal nos dejaran sin
esta maravilla (la radio), sepamos que nada malo nos han hecho. Al contrario,
seremos entonces más 'vivientes micrófonos' del Señor y pronunciaremos por
todas partes sus palabras".
Estas palabras son retóricas, pero son lúcidas y verdaderas. Sirven para
animar a la Iglesia en una situación difícil, pero sirven también para animar
a un pueblo en circunstancias como la actual. Las palabras apuntan,
desacostumbradamente, a lo fundamental. La mayor tragedia es la destrucción
de lo humano de un pueblo. La mayor solidaridad es ayudar a reconstruirlo. La
mayor esperanza es seguir caminando, practicando justicia y amando con
ternura.
¿Ha muerto esto en El Salvador? Creemos que no, pero hay que hacerlo crecer.
En este sentido, ojalá la solidaridad ayude a reconstruir casas, pero sobre
todo personas, al pueblo; ayude a reparar caminos, pero sobre todo modos de
caminar en la vida; ayude a construir templos, pero sobre todo pueblo de
Dios. Ojalá la solidaridad dé esperanza a este pueblo. Con ella ya encontrará
la gente modos de valerse por sí misma. Y esa gente devolverá con creces, en
forma de luz y ánimo, lo que recibió.
* Jon Sobrino SJ, es Director del Centro Monseñor Romero.
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